La cultura tiene una dimensión económica. Produce contenidos que se comercializan, genera ingresos, trabajo y divisas. La cultura fabrica sonidos, letras e imágenes, que forman en un todo diverso y en permanente movimiento; el acervo identitario de las comunidades. Esta particular fábrica de símbolos, en la Argentina actual, atraviesa una situación complicada y compleja. Como casi todos los sectores productivos -con excepción del financiero, el energético y el agrícola–, está sufriendo los embates de la crisis económica. Y sufre, en particular, un cimbronazo que la impacta de lleno: la digitalización y la convergencia tecnológica con las telecomunicaciones.
En los últimos quince años, se generó información económica y cuantitativa oficial sobre el sector cultural. Los datos permiten caracterizar a un sector productivo importante en términos económicos, similar al sector energético, que aporta poco más del 2% del Producto Bruto Interno (PBI), que genera, también, cerca del 2% de los puestos de trabajo y que logra una apertura al mundo interesante en materia de servicios culturales, especialmente, los audiovisuales. Los datos permitieron, también, constatar que las industrias culturales tradicionales –el sector audiovisual, el editorial y el musical– muestran un comportamiento elástico al ingreso de los hogares. Esto, en términos económicos, quiere decir que la demanda de bienes y servicios culturales se incrementa a medida que aumenta el ingreso del consumidor y disminuye cuando el ingreso baja. Un comportamiento inelástico es, por ejemplo, el de los alimentos, que se consumen de manera estable, más allá de los vaivenes del ingreso, ya que se come todos los días y en cantidades similares. Desde el punto de vista de la demanda, los consumos culturales son de tipo masivo. Todos los argentinos y las argentinas, cotidianamente, escuchan música, leen un texto o miran algún contenido audiovisual y, casi siempre, para hacerlo, pagan algo. No se trata de un consumo que atañe, sólo, a un sector social o de élite es, más bien, universal.
Desde 2016, y con mayor intensidad desde el año pasado, llegó la crisis económica. Y, entonces, los creadores y productores culturales locales sufrieron el embate de la elasticidad. Cerraron librerías, editoriales, diarios y revistas. Cayó la venta de entradas al cine, bajaron las ventas a conciertos y obras de teatro. Cerraron radios, canales de televisión, teatros y centros culturales. Muchos trabajadores de la cultura perdieron sus empleos o disminuyeron, enormemente, su actividad y sus ingresos. Otra foto, dolorosa y grave, del efecto de las políticas económicas neoliberales. En esos tiempos, específicamente en 2017, el SInCA (Sistema de información cultural de la Argentina, dependiente de la Secretaria de Cultura de la Nación) hizo una nueva encuesta nacional de consumos culturales, similar y comparable a la realizada en 2013. Y los resultados son espeluznantes. El consumo cultural disminuyó drásticamente, en proporciones muy grandes, tan importantes que es imposible adjudicarlos sólo a la crisis económica. La lectura de libros bajó 12%, la asistencia de recitales de música en vivo 16%, la escucha de radio también 16%, la asistencia al cine decreció 15%, hasta el uso de la PC bajó 8 puntos. En este panorama cuesta abajo, un indicador sube, y de manera exponencial: el uso del celular para conectarse a internet pasó del 9% al 70% de la población. El smartpohne pasó a ser de forma masiva y, en el caso de los jóvenes, de manera universal, la ventana de acceso a los contenidos culturales.
Parafraseando la canción de Los Redondos, «el futuro llegó», pero, hace un ratito. La revolución digital que, en tiempo futuro, iba a transformar la manera de crear, distribuir y acceder a los contenidos culturales, ya se instaló en nuestra sociedad. Y las consecuencias son muchas y distintas. Desde el punto de vista económico, por un lado, el tsunami digital desarmó las cadenas de valor de la industria cultural y dislocó su forma de generación y apropiación del ingreso. La venta de bienes y servicios, por unidad, implicaba una distribución de esa facturación entre autores (a través de la propiedad intelectual), productores, músicos, diseñadores, editores y comercializadores. Hoy, se venden cada vez menos “unidades” (de libros, de discos, de entradas), pero, se consumen cada vez más contenidos. La canasta básica de acceso a contenidos culturales se transformó. Ahora, para ver, escuchar o leer contenidos culturales hay que tener acceso a Internet y un usuario de Facebook, YouTube, Spotify, Netflix, etc.
Tal como señala un reciente informe del SInCA, la nueva canasta de acceso a la cultura dejó de ser elástica. Ahora se paga todos lo meses, bajo la forma de un abono fijo. Utilizando los datos de la Encuesta de gastos de los hogares 2013 y la Encuesta de consumos culturales de 2017, el SInCA realizó un ejercicio en el que se construyó una canasta hogareña de cultura para analizar su evolución. Esta canasta básica fue definida como dos abonos de celular y un paquete de cable (básico), internet y telefonía fija. Luego, se comparó la participación de la misma en el Ingreso total familiar (segun datos de la Encuesta permanente de hogares). El resultado de este cálculo arroja que en solo cuatro años, la participación en el gasto familiar que representan estos abonos, creció más de un 50%: ascendió de un 4% a un 7% del ingreso total de un hogar.
Este incremento en el gasto de los hogares para sostener la canasta básica de conectividad, sucede en paralelo con la caída de las ventas de las industrias culturales tradicionales. Y refleja, por tanto, la transformación de los hábitos para acceder a contenidos culturales. Se leen cada vez menos libros y más textos en pantalla, se escucha cada vez menos radio y más podcast, se lee menos diarios en papel y más en la tablet, se asiste menos a recitales o al cine y se mira más Netflix o se escucha Spotify. La transformación, entonces, es cuali y cuantitativa. Por un lado, el ingreso generado por la cultura deja de ser elástico, es estable. Pero, en su nueva modalidad, no llega a los creadores, ni productores, ni editores. Se queda casi todo en las telco y empresas digitales extranjeras. Además, no cumple cuotas de contenidos ni sufre regulaciones que se ocupen de morigerar la concentración. Al contrario, está completamente afuera de toda la regulación sectorial de la cultura. El Estado no lo ve.
Por ello, esta crisis que vive la cultura, desde su dimensión de actividad económica, se superpone con otra, mucho más profunda, vinculada a la digitalización y la convergencia tecnológica. Desde ahí, se hace prioritario analizar, desde la gestión cultural, el arte y la política, esta transformación. Y este análisis y rediseño de las políticas culturales no será provechoso si continuamos separando la cultura de la comunicación. Ante el nuevo contexto, resulta imperioso trabajar, conjuntamente, en la elaboración de una agenda política que integre a la cultura y la comunicación como campos inseparables. La generación de contenidos y su circulación son dos dimensiones del mismo proceso de creación de sentido. Las innovaciones tecnológicas pueden ser afrenta para el arte y la cultura si se implementan desde una lógica mercantil. Por eso, una vez más, para la cultura y la comunicación argentina, es hora de la lucha política, para incorporar las novedades de la digitalización a un proyecto cultural que abogue por una cultura nacional diversa, popular, de calidad, democrática y robusta.
-Es socióloga y ex Directora Nacional de Industrias Culturales
Fuente:http://fervor.com.ar