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6 julio, 2025
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Milei, desbordado y mesiánico, arremete contra la justicia social en un congreso evangélico

En medio de una fuerte recesión económica, con datos preocupantes de caída del consumo, aumento de la pobreza y desplome de la actividad industrial, el presidente Javier Milei eligió refugiarse en un auditorio evangélico en la provincia de Chaco para desplegar un discurso cargado de referencias religiosas, ataques ideológicos y una narrativa de fuerte contenido antiperonista y antiderechos.

El acto fue organizado por iglesias evangélicas con vínculos estrechos con sectores de la derecha norteamericana y contó con la presencia del controvertido pastor Guillermo Maldonado, líder de la Iglesia “Rey Jesús” con sede en Miami y cercano a Donald Trump. Lejos de un mensaje institucional, Milei eligió presentarse como un cruzado moderno que viene a “salvar Occidente” de lo que definió como una “moral retorcida” impuesta por la izquierda.

“La izquierda, por su naturaleza anticapitalista, ha tergiversado los valores y principios judeocristianos que hicieron grande a Occidente”, afirmó el presidente, en un tono que por momentos se confundía con una prédica religiosa.

A lo largo de su intervención, Milei adoptó un tono mesiánico, en el que se ubicó como una figura destinada a “restaurar el orden” frente al caos heredado. Recurriendo al lenguaje del fundamentalismo cristiano, sostuvo que la justicia social —una bandera histórica del peronismo y principio constitucional de la democracia argentina— es, en realidad, una forma de pecado.

“La justicia social es envidia con retórica. ¿Desde cuándo la envidia dejó de ser un pecado capital para convertirse en una virtud?”, lanzó ante los aplausos de los presentes.

Pero no se quedó allí. Reinterpretando la célebre frase de Evita —“donde hay una necesidad, nace un derecho”— el mandatario la redujo a un problema matemático: “Si a cada necesidad le corresponde un derecho, y las necesidades son potencialmente infinitas, entonces no existen en el mundo recursos suficientes para satisfacerlas”.

El razonamiento, que omite toda noción de justicia distributiva o equidad, fue la base de su embestida contra el Estado de bienestar y los derechos sociales construidos en Argentina durante décadas.

El discurso de Milei llega en un contexto delicado: mientras la inflación da señales de desaceleración, la economía real se encuentra en caída libre. La construcción se derrumbó, el consumo interno se retrajo fuertemente y millones de argentinos enfrentan la pérdida del poder adquisitivo y del empleo. En ese marco, en lugar de anunciar medidas concretas, el presidente profundiza una estrategia discursiva basada en la confrontación ideológica y la mística libertaria.

El acto en Chaco no fue casual: responde a la necesidad del presidente de construir una base social alternativa, no solo en el plano político sino en el cultural y religioso. La alianza con sectores evangélicos, ya explorada por Jair Bolsonaro en Brasil, se presenta como una nueva trinchera desde donde disputar sentidos y consolidar un relato que justifique el ajuste.

En otro pasaje preocupante de su intervención, Milei no solo negó la justicia social, sino que también la vinculó con la corrupción y el delito: “La justicia entendida en términos distributivos es intrínsecamente injusta. Porque para darle a unos hay que quitarle a otros. Y porque, como en Argentina hemos aprendido por las malas, el que reparte se queda con la mejor parte. Pero por suerte, están empezando a caer presos”, remató.

La frase, de enorme gravedad institucional, sugiere una persecución selectiva y criminaliza no solo la militancia política sino el propio rol del Estado en la redistribución del ingreso.

La deriva discursiva del presidente preocupa a diversos sectores políticos y sociales. En vez de ejercer un liderazgo racional frente a una sociedad en crisis, Milei parece optar por el delirio ideológico, el misticismo autoritario y una creciente distancia con los principios republicanos. En lugar de convocar a la unidad o al trabajo colectivo, se encierra en una lógica de fe y combate, en la que los adversarios políticos son tratados como enemigos morales.

Mientras el país necesita respuestas concretas, el presidente juega a ser profeta. Y eso, en un contexto de sufrimiento social, puede ser más peligroso que cualquier crisis económica.

 

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