La gran paradoja de estos tiempos es que las redes sociales, trampolín que resultó imprescindible para llegar adonde llegó, son las que le dieron la espalda a Donald Trump para abandonarlo a su suerte en los últimos días como presidente.
Más allá de lo que podría ser tomado como una anécdota, no es un dato menor que quien en teoría es el hombre más poderoso del planeta termina siendo literalmente echado de Twitter, Facebook e Instagram, lo que en la práctica no hace más que confirmar que el poder real cambió de manos, y por si a alguien le queda alguna duda, queda demostrado que en el año 21 del siglo 21 le pertenece a esas redes.
O, para ponerle nombre a ese poder, bien podría ser personalizado en el de Mark Zuckerberg, que a los 36 años no sólo es el dueño de las principales redes, sino que es quien decide sobre la vida de miles de millones de personas. Y llegó al punto máximo, con su reciente decisión de bloquear el acceso del mismísimo mandatario estadounidense a esas herramientas que tan útiles le habían resultado a Trump.
A partir de esta decisión, se viene generando un gran debate a nivel global, en el que surgen preguntas como si las redes deben ser neutrales y tratar con indiferencia editorial todo contenido, si hay mensajes que justifiquen la remoción sin previo contacto o derecho a descargo por parte de quienes los producen, aparte de los consabidos y legitimados límites a contenido ilegal como la pornografía infantil.
Y en ese contexto inevitablemente surge la espinosa cuestión en torno a la libertad de expresión y sus eventuales límites en torno a lo que se transmite en esas redes, y en todo caso quién está en condiciones de disponer una suspensión temporaria o, directamente, el bloqueo de una cuenta, tal como ocurrió justamente con Trump.
A nivel local, sobran los ejemplos en cuanto a la subjetividad de quienes manejan las redes a la hora de bajar el pulgar o mirar para otro lado: mientras numerosas páginas o grupos afines al kirchnerismo -además de perfiles personales- en los últimos años han padecido el castigo de los súbditos del todopoderoso Zuckerberg, otros espacios que cantan loas hacia la dictadura, reflejan un grado de xenofobia atroz o reivindican políticas que levantan las banderas del ultraliberalismo, ahí están, gozando de buena salud.
De manera esclarecedora, Graciana Peñafort puso blanco sobre negro esta polémica, y planteó que “lo sucedido con Trump no ha sido el Estado ni una regulación específica lo que ha determinado la censura. Han sido empresas privadas”.
Y agregó que “desde la Argentina, lo que sucedió con la censura a Trump, vulnera nuestro concepto jurídico de libertad de expresión. En su faz individual, porque si en efecto los mensajes de Trump incitaban a la violencia o contenían discursos de odio, la evaluación de los mismos debería haber correspondido a un juez y no a una empresa”.
En definitiva, queda demostrado que las restricciones al derecho a la libertad de expresión no pueden ser fruto de una evaluación impulsiva de corporaciones dueñas de las redes que alteran su algoritmo en base a intereses particulares o de presiones externas para disminuir las operaciones de desinformación, la difusión de mensajes de odio o el alcance de las llamadas “fake news”.
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