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4 octubre, 2024
OPINIÓN

Por Julio Fernández Baraibar//Identidad Cultural Latinoamericana

Este es el texto de la ponencia presentada en la Asamblea de la Confederación de Parlamentarios de las Américas, realizada en la Cámara de Diputados de Salta, el 12 de octubre de 2016

Honorables parlamentarias y parlamentarios presentes, señoras y señores, amigas y amigos:

En primer lugar quiero agradecer al senador mexicano y presidente de COPA, don Miguel Angel Chico Herrera, y a la Licenciada Yizbeleni Gallardo por esta gentil invitación a participar en esta Asamblea Anual de COPA.

Celebro también que en la misma haya un lugar para reflexionar sobre lo que quizás sea la más acuciante y decisiva de las siempre acuciantes y decisivas cuestiones que involucran a nuestro continente: la integración latinoamericana, la unidad política y económica de los pueblos que hablamos las lenguas de Camões y de Cervantes, sin la cual se hace imposible todo encuentro real, equitativo y verdadero con los pueblos que heredaron su lengua de Chaucer y Shakespeare.

Y no puedo dejar de mencionar que agradezco a la casualidad – “la necesidad se abre paso a través de la casualidad”, se afirmó alguna vez en el siglo XIX- de que el día para este encuentro haya sido el 12 de octubre, el día en que, en 1492, por primera vez se obtiene la experiencia del mundo como comunidad universal, el día en que el mundo descubrió un Nuevo Mundo, un mundo completo.

Y este hecho tiene directamente que ver con esta identidad cultural latinoamericana que, con sus riquísimos matices y vertientes, ha conformado una unidad histórica a lo largo de más de cinco siglos.

Tres son, en principio, los elementos que han nutrido y nutren esta cultura latinoamericana.

En primer lugar, por preeminencia histórica, las culturas originarias, las de esas civilizaciones que precedieron a la llegada de los europeos y que encontraron en Rodolfo Kusch -que conoció tanto este Noroeste argentino- un afanoso intento de interpretación y comprensión. Hombres que oponían al “ser”, núcleo central del pensamiento europeo, el “mero estar”. “Vivir, consiste entonces, en mantener el equilibrio entre orden y caos, que son las causas de la transitoriedad de todas las cosas y ese equilibrio está dado por una débil pantalla mágica que se materializa en una simple y resignada sabiduría o en esquemas de tipo mágico”, dice Kusch en su América Profunda.

Ese sustrato teogónico, femenino, resignado y cuestionador radical de la existencia aún vive en los versos de las copleras andinas:

“Canten, canten, compañeros,
de qué me están recelando,
yo no soy más que apariencia,
sombra que anda caminando”.

Sobre ella se impuso la cultura europea hispánica, tanto española como lusitana, en un dramático y sangriento encuentro, en un mestizaje que implicó dominación y saqueo, pero que dejó una prodigiosa y única unidad religiosa y lingüística, donde el conocimiento científico y el afán utópico de los jesuitas, puso gramática y escritura a las lenguas ancestrales, nos llenó de formas mestizas con el milagro del barroco colonial, de los ángeles arcabuceros y de violines indios que interpretaban Las Cuatro Estaciones de Vivaldi en lo profundo de la fronda paraguaya.

Y, quizás sin proponérselo, el afán de Bartolomé de las Casas en proteger a sus feligreses chiapanecos logró que los esclavizados africanos dotaran a nuestro continente de una cultura que fue capaz de ocultar sus viejos “orixás” del amor, de la fertilidad, de la guerra, del trueno, del mar y de los bosques, tras las máscaras de dioses y santos nuevos y extraños, que forma parte constitutiva de la cultura latinoamericana.

En estos momentos, uno de esos pueblos traídos a la fuerza desde África sufre nuevamente el precio de haber sido la única rebelión de esclavos triunfante en la historia de la humanidad. El pueblo de Haití y los latinoamericanos lloramos hoy los más de 900 muertos por la furia de un huracán y la miseria que un injusto sistema imperial ha descargado en la tierra de Petion, nuestro primer Libertador.

Esta cultura transculturada, producto de un secular proceso de mixtura, de fagocitación recíproca, de feroz y salvaje penetración mutua, logró producir ese misterio que, con sorpresa, descubre Simón Bolívar en su Carta de Jamaica: Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte… No somos indios ni europeos, sino una especie mezcla entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles.

A esa mezcla,  no sin una gran dosis de optimismo humanista y algo de determinismo genético, el mexicano José Vasconcelos llamó “la raza cósmica”. Mas cerca de nosotros, el argentino Ramiro Podetti la describe como “la utopía antropológica de síntesis de todas las razas”.

Nacimos, entonces, unidos por el idioma, por el catolicismo de Ignacio de Loyola, por la dominación española, por un sistema colonial que sometía a los hijos de todo el continente. Y unidos y simultáneamente nos lanzamos a la independencia y a la creación de un gran estado continental.

Nuestro himno patriótico, escrito por un político metido a poeta, Vicente López y Planes, declara ante el mundo:

“Se levanta a la faz de la tierra

una nueva y gloriosa Nación”.

El himno venezolano, escrito también por otro político convertido en poeta por su pasión criolla, Vicente Salias, define el espacio de esta vocación nacional:

Unida con lazos

que el cielo formó,

la América toda

existe en nación.

El norteamericano Waldo Frank, nacido en New Jersey, impactado por esta realidad hispanoamericana y huésped reiterado en Perú, en Santiago, en Río y en Buenos Aires, escribía en 1929: “Hace un siglo, al emprender su marcha las Repúblicas, aunque el camino era oscuro y difícil, nada parecía oponerse al lógico resultado de un nacimiento cultural. Estaban menos divididos que las partes innumerables de la Roma pagana que formaron últimamente la armonía de la Europa católica; estaban mucho menos en desacuerdo que las baronías y los condados de unidades modernas estatales como Francia, España, Alemania, Inglaterra. Y había razones suficientes para creer que el proceso natural de cambios y de conflictos produciría un concierto cultural -fuerte e individual- de la América Hispana”.

El chileno Felipe Herrera, creador del Banco Interamericano de Desarrollo, escribía en la década del 60 del siglo pasado: “Las fuerzas negativas de la geografía, la pobreza, el caudillismo, la estrecha dependencia colonial precedente y el aislamiento en que ella nos mantuvo entre nosotros, impidieron que el ideal de los Libertadores se hiciera realidad, y que la independencia política fuera a la vez el nacimiento y consolidación de una gran asociación de pueblos, porque —al revés que en otras jóvenes nacionalidades en otros escenarios— las fuerzas de la dispersión pudieron más que las de cohesión”.

Como tantas veces nos lo enseñara el gran pensador uruguayo Alberto Methol Ferré, dos eran, entonces, las grandes banderas de nuestros Libertadores: la Independencia y la Unidad nacional a escala continental. De ellas sólo una ha quedado en pie, a veces ajada y en hilachas, a veces altiva y limpia, la de la Independencia.

La realización de esa unidad es, todavía, materia pendiente, una bandera política que arrastra multitudes y un deber patriótico de esta nueva generación de latinoamericanos.

Estamos convencidos, y este es el objeto central de esta charla, de que esta identidad cultural , que es herencia, pero que también es patrimonio actual y en crecimiento, es el cimiento que da solidez y el núcleo operativo que nos impulsa y permite a los latinoamericanos la construcción de la Patria Grande que hoy se nos reclama desde la misma Roma, en la voz de Francisco.

Ante nuestros ojos, la escena mundial nos hace evidente que los viejos estados nacionales han dado paso a grandes formaciones continentales. Ya Friedrich Ratzel había descubierto en el siglo XIX que el escenario internacional estaba marcando la declinación de aquellos pequeños estados continentales surgidos de la Paz de Westfalia y la aparición de formaciones estatales superiores. Estados Unidos, al finalizar la Guerra de Secesión, era ya un pueblo continental y bioceánico. El dilatado territorio bicontinental de Rusia también era, para el el pensador alemán, una prefiguración de los nuevos paradigmas en la política internacional. Hoy, estos dos países, más China, la India y el Sudeste Asiático se han transformado definitivamente en naciones continentales, producto de la integración de amplias zonas geográficas, incluyendo en su seno varias y muy distintas naciones. De todas ellas, posiblemente sólo EE.UU. posea una unidad cultural basada en la expansión e imposición de las trece colonias sobre el vasto territorio, ocupado por pueblos originarios, por españoles, franceses y latinoamericanos. Hoy, en el país de los puritanos del Mayflower, una población superior a la población argentina habla español como lengua materna y tiene profundas vinculaciones culturales con la América Latina al sur del Río Grande.

Nuevamente traemos las palabras de Felipe Herrera. En 1962 decía en Salvador de Bahía: “No es una entidad ficticia la nación latinoamericana. Subyace en la raíz de nuestros Estados modernos, persiste como fuerza vital y realidad profunda. Sobre su singular material indígena, diverso en sus formas y maneras pero similar en su esencia, lleva el sello de tres siglos de dominación ibera. Experiencia, instituciones, cultura e influencias afines la formaron desde México hasta el Estrecho de Magallanes. Así, unitaria en su espíritu y en su fuerza, se levantó para su independencia”.

Señoras  y señores:

Esta cultura es algo único en el mundo de hoy. Los parlamentarios mexicanos, para mencionar un solo ejemplo, tomaron a la noche un avión en el aeropuerto Benito Juárez de México, donde se han despedido con un “Buenas noches” de sus amigos o familiares, y ocho o nueve horas después han llegado al Aeropuerto General Pistarini de Ezeiza y los han recibido con un cordial “Buenos Días”, y si hubieran viajado cuatro o cinco horas más, hasta Ushuaia, igual habría sido el saludo de recepción. Comparen ustedes con la cantidad de lenguas que hubieran atravesado si el viaje, de tan solo cinco horas, hubiera sido entre Madrid a Moscú.

Sor Juana Inés de la Cruz, Miguel Angel Asturias, Rómulo Gallegos, Octavio Paz, Pablo Neruda, Jorge Luis Borges, Gabriela Mistral, José Rodó, Rachel de Queiroz, Nicolás Guillén, Guimaraes Rosa,  Augusto Céspedes, Gabriel García Márquez o Augusto Roa Bastos, para mencionar solo algunos nombres, no son sólo hijos del solar que los vio nacer, sino producto de esta asombrosa cultura continental forjada durante más de quinientos azarosos años.

Todos nuestros músicos, de los más exquisitos a los más simples, desde el abstruso Juan Carlos Paz hasta el melodioso Juan Gabriel, pasando por todos esos maravillosos músicos y cantantes que expresan la sensibilidad de sus paisanos, deben sus armonías, su inspiración y y su tonalidad a estas tres fuentes originarias que se enriquecieron con tanto árabe, polaco, ruso, italiano, español, portugués o alemán que entreveró su sangre y sus sudores en nuestras praderas, selvas y montañas.

¿Y en las artes plásticas? Desde los paisajes pampeanos de Prilidiano Pueyrredón o desde esos legendarios telamones aztecas que fueron Rivera, Orozco y Siqueiros, cuya vinculación a nuestra cultura y a nuestras pasiones civiles no necesitan explicación, hasta el ecuatoriano Guayasamín, el maracucho Gabriel Bracho, el paulista Candido Portinari, el cubano Wilfredo Lam -ese chino hijo de la santería y el cubismo-, Roberto Matta -el chileno sin pasaporte de la dictadura- o el mendocino Carlos Alonso hasta llegar a Tarsila do Amaral en Brasil y a Marcia Schwartz y su implacable galería de personajes urbanos porteños y paisajes fluviales guaraníes, todos ellos son la manifestación más bella y rotunda de esta cultura latinoamericana que nos ha dado una personalidad definitiva en el mundo contemporáneo.

El argentino Jorge Abelardo Ramos, con concisión epigramática y precisión quirúrgica, formuló hace ya más de cincuenta años, refiriéndose a nuestro país:

“Somos un país porque no pudimos integrar una nación y fuimos argentinos porque fracasamos en ser latinoamericanos. Aquí se encierra todo nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá”.

Aquí se encierra nuestro drama porque no logramos entrar al siglo de la industrialización, de los milagros científicos y tecnológicos, al de la universalización del planeta, con una poderosa organización social que nos permitiera dialogar en pie de igualdad con el resto de las naciones.

Cuando pueblos que hoy son muy poderosos, como EE.UU., Alemania o Italia, lograban su unificación nacional, construyendo el espacio necesario para el pleno desarrollo de sus recursos, de sus capacidades productivas, para la eclosión del espíritu de sus hombres y mujeres, nuestro continente se fragmentaba en débiles, muchas veces escuálidos, pedazos que remedaban simiescamente las instituciones allá forjadas, pero sin la fuerza militar ni el poderío económico que respaldara con fábricas, con siderurgia y con creciente bienestar su presencia en la escena internacional. Como lo expresara, mucho más bellamente de lo que lo que yo podría hacerlo, Gabriel García Márquez, en su discurso al recibir el Premio Nóbel de Literatura:

“Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos -terminaba Gabo-, el nudo de nuestra soledad”.

En este nudo de nuestra soledad se encierra nuestro drama y la clave de la revolución que vendrá no es otra que el de nuestra integración. Solo en una escala continental, con una sola voz que llegue desde el Río Bravo a la Bahía de Lapataia, estos pueblos nuestros podrán, por fin, ser comprendidos, ser vistos como iguales, tener voz propia y estentórea.

El gran José Martí escribía, poco antes de morir en combate:

“Hay que devolver al concierto humano interrumpido la voz de América, que se heló en horas triste en la garganta de Netzahuacóyotl y Chilam; hay que armar los pacíficos ejércitos que paseen una misma bandera desde el Bravo undoso, en cuya margen jinetea el apache indómito, hasta el Arauco cuyas aguas templan la sed de los invictos aborígenes, como si la arrogante América debiera, por sus lados de tierra, tener por límites como símbolo sereno tribus desde hace tres siglos no domadas; y por Oriente y Occidente, mares sólo de Dios y de las aves propias”.

Y no puedo dejar pasar la oportunidad de traer a esta Asamblea la voz del general Juan Domingo Perón, tres veces presidente argentino, profeta y apóstol de nuestra gran nación continental. Tan temprano como en 1951, cuando Europa aún se levantaba de los escombros de la Segunda Guerra Mundial y comenzaba a pensar en la construcción de la Comunidad Europea, el presidente argentino escribía:“Unidos seremos inconquistables; separados, indefendibles. Si no estamos a la altura de nuestra misión, hombres y pueblos sufriremos el destino de los mediocres”.

Nuestra unidad cultural es la piedra basal de nuestra integración continental. Podrán ser arduos, escarpados y trabajosos los caminos o los senderos que permitan una plena y autónoma industrialización de nuestras sociedades y pueblos, que es la garantía material del éxito de la misión unificadora. Largas y dificultosas podrán ser las jornadas que permitan a nuestros pueblos gozar de esas tres T que nos propone Francisco en su Reunión con los Movimientos Sociales en Bolivia: Tierra, Trabajo y Techo. Y mucha paciencia deberemos tener los hijos de Atahualpa, Hidalgo, Cuauhtémoc, Bolívar, San Martín y Güemes en una tarea que ha tenido y tiene grandes avances y profundos retrocesos, generosos amigos y poderosos enemigos.

Pero contamos, como hemos tratado de explicar, con una herramienta espiritual fuerte como la obsidiana y el basalto: una cultura nacional latinoamericana con una irresistible vocación universal. Es este regalo de la historia, este pueblo continental “que aún reza a Jesucristo y aún habla en español”, como escribiera Rubén Darío, el cimiento granítico que nos ha permitido resistir invasiones y tiranías y que fecunda de vida, pasión y fortaleza a más de 600 millones de latinoamericanos.

Nacimos a la vida independiente con las palabras del Inca Yupanqui, dirigida a los diputados españoles, en las Cortes de Cádiz: “Un pueblo que oprime a otro no puede ser libre”. La admonición ha sobrevivido doscientos años y hoy se dirige a todos las naciones con vocación imperial.

Dos grandes pulmones tiene nuestro continente. Uno de ellos es Estados Unidos, que como nos dijera Darío, “son potentes y grandes. / Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor / que pasa por las vértebras enormes de los Andes”.

El otro es Latinoamérica, cuyos alvéolos no terminan de conformarse en un órgano simétrico, ahogados repetidas veces por el poderoso pulmón del Norte.

Solo hay que permitirle que respire profundamente, que tome resuello y se nutra de este aire de orquídeas y tucanes. Quinientos años de alteridad, de ser el otro desconocido y temible, deben dar paso al reconocimiento, al saber qué somos, al conocer en profundidad la naturaleza de nuestro sufrimiento y el origen de nuestra apasionada exigencia de independencia, respeto y dignidad, para que este pecho del mundo pueda tener sus dos buenos y potentes pulmones simétricos.

Para terminar quiero citar a un gran poeta popular de esta tierra, el salteño Jaime Dávalos, que en su Canto a Sudamérica, recoge la secular herencia de nuestro drama y nuestra redención:

El hambre, la miseria, la injusticia,
la voluntad del pueblo traicionada,
no harán más que aumentar su rebeldía,
no harán más que apurar en sus entrañas
al hijo de la luz que viene a unirnos
en una sola espiga esperanzada;

Porque América!, –tierra del futuro–,
igual que la mujer, vence de echada.

Muchas gracias.

 

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